martes, 7 de junio de 2011

Crónicas de un soldado de línea VI

CAPÍTULO 6
Volvemos a las andanzas

La luz despareció, y me desperté, otra vez en el campo de batalla, lleno de cadáveres y con cuervos comiendo. No podía mover el brazo derecho y me dolía todo el cuerpo. Creo que se me había roto la clavícula. Tenía un cadáver encima de mi cintura. Tenía miedo. Me levanté, y vi que la zona de la batalla era de medio kilómetro cuadrado. Cogí mis cosas, y me fui. Estaba otra vez herido y sin caballo, como la última vez, pero ahora tenía algo más de dinero. Fui andando muy lento, hasta que encontré un caballo vivo lo suficientemente dócil como para montarlo en ese momento.

Seguí con el caballo, yendo lento porque la clavícula no me dejaba galopar. Otra vez tenía que avanzar por la noche por culpa de los bandidos de la estepa. De los piratas te podías librar si tenías un caballo, pero los bandidos de la estepa son muy veloces. Me quedaba poco pan, y mucho camino hasta la próxima ciudad: Tulga. Mi herida tardaría más en recuperarse porque no iba a tener muy buena alimentación en estos próximos días.
Al tercer día de emprender el camino, vi una nube de polvo a lo lejos y supuse que serían bandidos, así que me escondí lo mejor que pude e intenté aguantar mi dolor durante un tiempo. Ya empecé a divisar lo que era: una caravana siendo asaltada por bandidos. Estaba herido, pero debía ayudarles, y llegar con ellos a Tulga.

Salí galopando con el caballo, aunque me doliera mucho. No tenía escudo, y mi mano diestra, la “buena”, estaba sin movilidad. Esperaba que no me mataran con las flechas.

Estaba llegando y empecé a oír los gritos. La caravana estaba luchando encarnizadamente contra los arqueros caballo. Los bandidos eran menos, pero estaban mejor armados. Cogí mi lanza y la puse en ristre. Un jinete estaba mirando a otro sitio y atravesé la cabeza de su caballo y luego a él. Al caballo y a mí nos saltó una ola de sangre. Guardé mi lanza y cogí mi espada. La puse en posición de corte y, a otro jinete despistado, le solté un corte a gran velocidad en el pecho, que le hizo una herida que si no lo mató al instante, lo haría al rato. La clavícula me laceraba el cuerpo, me dolía a cada paso del caballo. Sentí como algo me punzaba en la espalda: una flecha.

Solté un grito de dolor, y tuve ganas de huir y dejar a estos comerciantes abandonados a su suerte. No hice caso el impulso de desertar y coloqué mi espada como para dar una estocada. Cuando pasó un jinete, que éste ya no estaba despistado y tenía escudo, con el que se estaba cubriendo, le atravesé el cuello con la punta de mi espada, y otra ola de sangre saltó esta vez hacia mí.

Los bandidos empezaron a desertar a gran velocidad. Todos paramos de galopar y dejamos descansar a los caballos.

El amo de la caravana me agradeció mucho la ayuda. Quiso pagarme, pero se le cayó el monedero en batalla. Me dejaron que comiera con ellos. Estuvimos charlando hasta bien entradas las once, y conté que venía herido de una batalla y me dirigía a Tulga, al igual que ellos.

Cuando empezó a amanecer, nos levantamos, desayuné, y nos pusimos en camino.

Al fin llegamos a Tulga. El mercader me dio un poco de lino que yo vendí por doscientos denares. Me compré un escudo nuevo, que me costó el dinero del lino. Calculé que los gastos de la taberna y un curandero serían de cien denares, y me sobrarían cuatrocientos. Me propuse descansar hasta que se me recuperara del todo la clavícula.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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